sábado, 6 de junio de 2009

Revelado

Siempre quise tener un álbum. En casa jamás se habían hecho fotos: ni en mi comunión, ni en una excursión, ni siquiera en mi cumpleaños. Así que ese día decidí salir a fotografiar al hombre que todas las mañanas se sentaba frente a nuestro portal, para jugar a que ese desconocido se convirtiera en mi primer retrato familiar.
Se sentaba en el banco. Durante horas. Con un periódico en la mano que nunca leía, siempre atento a que saliera alguien del portal. Cogí mi cámara réflex y salí hacia él. El objetivo miró de frente a aquel hombre de espaldas enormemente anchas. A pesar de ser un desconocido daban ganas de abrazar esos hombros, refugiarse en ese contorno inacabable.
Disparé, guardé la cámara y me fui a un paso que yo consideré rápido. Me metí en la sala roja a rebelar, y allí, entre los líquidos ácidos, la foto se volvió doble, el hombre grande, el falso lector de periódicos se había trasformado en dos, desdoblando su fachada.
Una vez seca la foto, me la llevé al dormitorio soleado donde la ventana abierta permitía un aire limpio a toda la habitación.
Allí observé a los dos tipos que se me habían rebelado.
El de la izquierda era similar al hombre paciente de mi portal. Aburridamente simétrico, sentado en silla de madera que él consideraba su trono. Entre sus hombros se alzaba un rostro claro, estático como todo su cuerpo. Daba la impresión de que todas sus experiencias las hubiera vivido así, sentado en su silla que, a duras penas, soportaba el peso de ese cuerpo hinchado de vivencias. Unos ojos que nunca expresaron rencor cambiaban la dirección de la comisura de los labios que se tendía discretamente hacia abajo.
Y así, ni dando gracias ni reprochando nada había ido viendo pasar distintos personajes, me había visto a mí saliendo del portal a diario. Serio. Guardaba celosamente la risa dentro de un volumen que se había ido dilatando a lo largo de estos años.

A la izquierda de él, un curioso cuerpo zigzagueante se ondulaba desde un taburete, esta vez más divertido.

Ahora los hombros se replegaban al máximo para permitir a los codos ir a apoyarse en las rodillas, y a las rodillas dar apoyo a los codos. Y llevar las manos hacia arriba para que el talón de la mano tocara el mentón, y los dedos tocaran doblados la mejilla. Como escuchándome. No necesitaba espacio, su cuerpo delgado se levantaría del taburete de un momento a otro, de un salto, para cambiar de lugar, para salir de la fotografía, mientras que el otro se encontraba cómodo dentro de ella.
El de la izquierda me escuchaba, el de la derecha me hablaba.
Los ojos de ambos caían contradictorios sobre mí. Los de uno me decían que me serenara, que me quedase en esta habitación dejando que el sol acariciara mi espalda. Los del otro me decían que saltase, que saliese de allí para responderles con mi cámara Reflex.

Si miraba al hombre de cuerpo ancho me costaba respirar, resoplaba. En cambio, si miraba al de cuerpo ligero aspiraba todas las bocanadas del aire que entraba por la ventana.
Pero necesitaba a los dos. No quise separar a los dos personajes. Porque los dos eran uno. Dos figuras tan distintas no posarían juntas si no es porque una está dentro de la otra.
Volví al hombre grande, su chaqueta de excesivas hombreras le cubría de la misma manera que todo él cubría al hombre estrecho. El hombre ligero cabía dentro del volumen del otro. Y así era. La oscura serenidad de uno guardaba la risa inminente del otro.
Quise responderles. Así que volví a salir con mi cámara Reflex y me fotografié. Surgieron dos mitades inseparables que nadaban en los ácidos líquidos del revelado. Yo también me desdoblé.

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